Reflexiones de Antonio Muñoz
Molina
Por Yorcka Torres
Una biblioteca pública no es sólo un lugar para el
conocimiento y el disfrute de los libros: también es uno de los espacios
cardinales de la ciudadanía. Es en la biblioteca pública donde el libro
manifiesta con plenitud su capacidad de multiplicarse en tantas voces como
lectores tengan sus páginas; donde se ve más claro que escribir y leer, dos
actos solitarios, lo incluyen a uno sin embargo en una fraternidad que se basa
en lo más verdadero y lo más íntimo que hay en cada uno de nosotros y que no
tiene límites en el espacio ni en el tiempo.
La lectura, los libros, empezaron
siendo privilegio de unos pocos, herramientas de poder y de control de las
conciencias. La imprenta, al permitir de pronto la multiplicación casi
ilimitada de lo que antes era único y difícil de copiar, hizo estallar desde
dentro la ciudadela hermética de las palabras escritas, alentando una
revolución que empezó por reconocer en cada uno el derecho soberano a leer la
Biblia en su propia lengua y en la intimidad de su casa, sin la mediación
autoritaria de una jerarquía. Gentes que leían libros albergaron ideas
inusitadas: que el mérito y el talento personal y no el origen distinguían a
los seres humanos; que todos por igual tenían derecho a la instrucción, a la
libertad y a la justicia.
La escuela pública, la biblioteca pública, son el resultado
de esas ideas emancipadoras: también son su fundamento. Con egoísmo legítimo
uno compra un libro, lo lee, lo lleva consigo, lo guarda en su casa, vuelve a
leerlo al cabo de un tiempo o ya no lo abre nunca.
En la biblioteca pública el
mismo libro revive una y otra vez con cada uno de los lectores que lo han
elegido, multiplicado tan milagrosamente como los panes y los peces del evangelio:
un alimento que nutre y sin embargo no se consume; que forma parte de una vida
y luego de otra y siendo el mismo palabra por palabra cambia en la imaginación
de cada lector. En la librería no todos somos iguales; en la biblioteca
universitaria el grado de educación y la tarjeta de identidad académica
establecen graves limitaciones de acceso; sólo en la biblioteca pública la
igualdad en el derecho a los libros se corresponde con la profunda democracia
de la literatura, que sólo exige a quien se acerca a ella que sepa leer y sea
capaz de prestar una atención intensa a las palabras escritas.
En el reino de
la literatura no hay privilegios de nacimiento ni acreditaciones oficiales, ni
jerarquías de ninguna clase ante las que haya que bajar la cabeza: nadie tiene
la obligación de leer una determinada obra maestra; y no hay libro tan difícil
que pueda ser inaccesible para un lector con vocación y constancia. Pomposos
catedráticos resultan ser lectores ineptos: cualquier persona con sentido común
es capaz de degustar las más delgadas sutilezas de un libro.
En el cuarto de
trabajo o de estudio con frecuencia uno está demasiado solo: en la biblioteca
pública se disfruta un equilibrio perfecto entre el ensimismamiento y la
compañía, entre la quietud necesaria para la lectura y la grata conciencia de
la vida real que sigue sucediendo a nuestro alrededor.
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