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viernes, 22 de junio de 2012

Peligro de leer

 

En las campañas escolares de promoción de lectura, repetir el eslogan “la lectura produce placer” resulta tan infortunado como obligar a los alumnos a leer ciertos títulos del plan lector. Son dos gestos artificiosos que merecen la desconfianza de los maestros. Porque sabemos muy bien que no es natural ni dichoso hundirse en un libro, cuando afuera esperan los amigos y la diversión; como tampoco el amor o la pasión por la lectura dependen de una ordenanza educativa. Tal vez más provecho sacaríamos si hiciéramos lo contrario: machacar en clase que la lectura no es una maravilla, sino que genera desconcierto e incluso desasosiego, y de paso maldecir algunos libros por perniciosos.
Fue este camino que me llevó, en la adolescencia, a dos obras maestras. El día que sustraje Los inocentes de la biblioteca de mi padre y lo leí casi a escondidas, quedé sumergido en la más ordinaria realidad ennoblecida por la magia poética. Mis manos pasaron, temblorosas, las páginas de un universo que yo reconocía y desconocía como ocurre siempre con nuestros sentimientos. Estaba perturbado. Tenía entonces catorce o quince años y mis ojos no querían salir de las calles salvajes, de la luz mortecina de los billares, de la ternura de los bares de ese libro que mi padre, con prudencia, me había proscrito visitar diciéndome: “En unos años podrás leerlo”.
Poco después de publicada La ciudad y los perros, un amigo del barrio, que estudiaba en el Leoncio Prado, vino con la novedad: “Estoy leyendo una novela que está prohibida en mi colegio” y nos mostró un volumen bastante trajinado. Agregó que habían quemado un montón de libros en el patio del colegio y que habían impuesto la expulsión al alumno que sorprendieran con la novela. Esta aura maldita me sedujo de inmediato. Le pedí que me la prestara hasta el día siguiente. Accedió y ahí mismo leí en voz alta, al azar, algunos pasajes para una pandilla de muchachos. Estoy seguro de que nunca se leyó nada más en aquella esquina. Me desvelé aquella noche con la historia y al día siguiente pude terminarla a grandes saltos. Había quedado fascinado. Es fácil imaginar ahora por qué, con frecuencia, prefiero echar pestes sobre la lectura delante de mis alumnos.

Fuente: http://www.larepublica.pe/columnistas/astrolabio/peligro-de-leer-07-06-2012

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